12.10.10

Vargas Llosa y los derechos humanos


-¡Golpe! ¡Golpe! –gritaban desesperadas las señoras con hábito del Señor de los Milagros.

Así reaccionaron cuando supieron que Mario Vargas Llosa había perdido en la segunda vuelta frente al ingeniero Alberto Fujimori.

Tres años antes, el escritor había regresado al Perú para encabezar las protestas contra el estatismo que promovía el primer gobierno de Alan García y en 1990 se presentaba a las elecciones empeñado en liberalizar la economía peruana.

Muchos peruanos temían el shock económico que Vargas Llosa anunciaba, con sinceridad poco común en los políticos y, además, lo percibían con desconfianza por su unión con los grupos tradicionales de poder, evidenciada en la millonaria y arrogante campaña del FREDEMO.

Sin embargo, pese al clamor de las angustiadas señoras, Vargas Llosa prefirió aceptar el triunfo de Fujimori y regresar a la vida literaria.

Dos años después, el shock y el golpe los había llevado a cabo Fujimori. La abrumadora mayoría de peruanos, incluidos los grupos empresariales cercanos a Vargas Llosa, respaldaron el autogolpe, creyendo que era necesario frente a la amenaza del terrorismo. Cuando Vargas Llosa declaró que era una medida antidemocrática, muchos le contestaron que todavía le dolía que los peruanos no hubieran votado por él.

Pocos se dieron cuenta que el autogolpe tenía otra finalidad: a través de la Constitución de 1993 Fujimori estableció un modelo económico neoliberal, reduciendo la presencia del Estado en la economía, disminuyendo los derechos sociales y logrando mayores beneficios para los inversionistas.

De hecho, con la derrota del terrorismo, las inversiones se reanudaron aceleradamente. Al mismo tiempo, una política asistencialista permitía a Fujimori mantener el respaldo entre los sectores populares. Así fue reelegido en 1995, derrotando a otro peruano célebre, Javier Pérez de Cuéllar.

En medio del entusiasmo generalizado, los únicos aguafiestas eran los organismos de derechos humanos, denunciando los crímenes de La Cantuta o Barrios Altos y Vargas Llosa, que seguía criticando a Fujimori, aunque esto implicara distanciarse de los grupos empresariales. A éstos les reprochaba que los logros económicos de la “satrapía cleptómana”, como llamaba al régimen, no justificaban ni la concentración del poder ni las violaciones a los derechos humanos. La respuesta frecuente era que Vargas Llosa no vivía en el Perú y no era testigo de los cambios positivos que se venían produciendo.

Los sucesores de Fujimori optaron por mantener su Constitución y su modelo económico. Paradójicamente, el más decidido a profundizarlo fue García, tras ser reelegido en el 2006. Inclusive se reunió con Vargas Llosa y 18 años después de las protestas que había generado la estatización de la banca, parecía sellada una reconciliación… de no ser porque los derechos humanos se mantenían en la preocupación de Vargas Llosa.

En enero del 2007, cuando algunos medios de comunicación divulgaron que El Ojo Que Llora era un santuario en memoria de los terroristas, él acudió a visitar el monumento y luego escribió un artículo denunciando esas acusaciones como resultado de “la ignorancia, la estupidez y el fanatismo político” y respaldando el Informe de la Comisión de la Verdad (http://www.elpais.com/articulo/opinion/ojo/llora/elpepuint/20070114elpepiopi_5/Tes). El año pasado, intervino también cuando el gobierno rechazó la donación alemana para erigir un museo de la memoria (http://www.elpais.com/articulo/opinion/Peru/necesita/museos/elpepucul/20090308elpepiopi_13/Tes) y no sólo logró que García revirtiera esta decisión, sino que aceptó presidir la comisión encargada de levantar el futuro museo.

El pasado 13 de setiembre, sin embargo, Vargas Llosa le escribió a Alan García declarando que renunciaba irrevocablemente a dicha comisión debido a la promulgación del Decreto Legislativo 1057, en un texto durísimo http://e.larepublica.pe/image/2010/setiembre/13/Carta-de-renuncia-de-Mario-Vargas-Llosa.pdf donde le enrostraba su alianza con el fujimorismo. De hecho, en aquellos días los miembros del Grupo Colina ya habían solicitado que se les aplicara esa norma para archivar el proceso en su contra.

García había sido indiferente a las críticas de las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, del Presidente de la Conferencia Episcopal, del Ministerio Público y del Colegio de Abogados de Lima, pero la carta del 13 de setiembre, generó un “golpe” en un sentido muy distinto al que pedían las señoras con hábito morado veinte años antes: el Decreto Legislativo fue derogado y su promotor, el Ministro de Defensa Rafael Rey debió dejar el cargo.

El 1º de octubre, los miembros del Grupo Colina y Vladimiro Montesinos recibieron la severa condena que merecían por sus crímenes. Probablemente, esto no hubiera ocurrido sin la carta de Mario Vargas Llosa.

Su preocupación por los derechos humanos me recuerda a Emile Zola, que también quedarse durmiendo sobre sus laureles como novelista, pero decidió apoyar a alguien que no conocía, pero que había sido injustamente condenado, el capitán Alfred Dreyfus. Zola enfrentó a una opinión pública adversa, pero no cejó hasta lograr que Dreyfus fuera liberado y rehabilitado.

Por todo ello, el anuncio del Premio Nóbel, semanas después de la carta del 13 de setiembre, es un justo reconocimiento a la trayectoria de Vargas Llosa como escritor y como ciudadano. (Wilfredo Ardito)

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